sábado, 10 de marzo de 2007

Sergio Di Nucci, autor de Nada

La obra visible que ha dejado este periodista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia conservadora no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son pocos y neoliberales, cuando no fascistas y populistas. Los amigos auténticos de Di Nucci han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bendahan (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado periodista) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Parodi, uno de los espíritus más finos de la Academia, ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Radar me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Di Nucci es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (números de marzo y octubre de 1999).
b) “El vestido roto”, una reseña sobre el libro Entre Franco y Perón: Memoria e identidad del exilio republicano español en Argentina, de Dora Schwarzstein (Radar Libros, 2001).
c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 2001).
d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes, diciembre de 2001).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Di Nucci propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
f) Una vindicación de la obra de Slavoj Žižek.
g) Una traducción (del francés) de Made in USA de Guy Sorman.
h) Un panegírico de Jorge Edwards, en Página/12.
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint­ Simon (La Hoja del Rojas, Montpellier, octubre de 2002).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (El Cronista Comercial, diciembre de 2002)
k) Una traducción (del inglés) de Retrato de un Londinense de Virginia Wolf (Radar Libros, 2004).
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos epigramas circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier)) la obra visible de Di Nucci, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de la tercera parte de Nada. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —­el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden­— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Di Nucci abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos ­decía­ para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas.
Quienes han insinuado que Di Nucci dedicó su vida a escribir una Nada contemporánea, calumnian su clara memoria.
No quería componer otra Nada —lo cual es fácil— sino la Nada. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarla. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ­palabra por palabra y línea por línea­ con las de Carmen Laforet.“Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 2004 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, enfadarse contra el franquismo, olvidar la historia de Europa entre los años de 1945 y 2007, ser Carmen Laforet. Sergio Di Nucci estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español de mediados siglo veinte) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo veintiuno un novelista popular del siglo anterior le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Laforet y llegar a Nada le pareció menos arduo ­por —consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Sergio Di Nucci y llegar a Nada, a través de las experiencias de Sergio Di Nucci. “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.”¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo Nada —toda la novela Nada— como si lo hubiera pensado Di Nucci? Noches pasadas, al hojear el capítulo I —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente Nada? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un periodista de Puan, devoto esencialmente de Benjamin, que engendró a Adorno, que engendró a Barthes, que engendró a Derrida, que engendró a Deleuze. La carta precitada ilumina el punto. “Nada”, aclara Di Nucci, “me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin Nada. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) Nada es un libro contingente, innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirla, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años la leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo La isla y los demonios, La insolación, la trilogía Tres pasos fuera del tiempo, La llamada... Mi recuerdo general de Nada, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito.
Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Laforet. Mi complaciente precursora no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación...
A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer Nada a mediados del siglo veinte era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veintiuno, es casi imposible. No en vano han transcurrido sesenta años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el misma Nada.A pesar de esos tres obstáculos, la fragmentaria Nada de Di Nucci es más sutil que la de Laforet. Ésta, de un modo burdo, opone a las ficciones pintorescas la pobre realidad provinciana de su país; Di Nucci elige como “realidad” la Buenos Aires de Menem y De la Rúa. ¡Qué gallegadas no habría aconsejado esa elección a Sergio Bizzio o al doctor César Aira! Di Nucci, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni guardias civiles, ni místicos, ni Juan Carlos I ni autos de fe. Atiende y vindica el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica.
El texto de Laforet y el de Di Nucci son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.) Es una revelación cotejar la Nada de Di Nucci con la de Laforet. Ésta, por ejemplo, escribió:
De pronto se abrió la puerta de una patada de Juan, y Gloria salió despedida, medio desnuda y chillando. Juan la alcanzó y aunque ella trataba de arañarle y morderle, la cogió debajo del brazo y la arrastró hacia el cuarto de baño.
Redactada en la España de los años 40, redactada por la ingeniosa estudiante Laforet, esa narración es una mera pintura. Di Nucci, en cambio, escribe:
De pronto se abrió la puerta de una patada de Mariano, y Silvya salió despedida, medio desnuda y chillando. Mariano la alcanzó, y aunque ella trataba de arañarle y morderlo, la agarró debajo del brazo, la llevó al pasillo, y de ahí a ese baño que estaba separado.
Redactada en la Argentina del siglo XXI, la narración es una clara muestra de lo que yo he bautizado como literatura postautónoma.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Di Nucci —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el de la precursora, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía.
En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. Nada —me dijo Di Nucci— fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Di Nucci. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas. No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en la Nada “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Di Nucci, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”
Di Nucci (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

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