martes, 5 de junio de 2007

Clarice Lispector: yo soy nada

En diciembre de 1973 Clarice Lispector renunció al Jornal do Brasil, donde venía publicando desde 1967 extrañas crónicas semanales(1) como principal forma de subsistencia. En 1959 se había separado del padre de sus dos hijos (uno de ellos, esquizofrénico), un diplomático de carrera que le había hecho conocer la angustia del mundo. Vivía de sus traducciones, de los relatos infantiles que publicaba y de sus intervenciones periodísticas.
En 1974 publicó la colección de relatos (si tal etiqueta les correspondiera) El vía crucis del cuerpo(2), un trabajo que aceptó por encargo y que suponía la escritura de textos eróticos.
En 1975 viajó con Olga Borrelli (su compañera durante sus últimos ocho años de vida) al Congreso Mundial de Brujería (Bogotá, Colombia) donde a último minuto decidió no presentar la intervención que llevaba escrita y pidió que, en cambio, se leyera su cuento "El huevo y la gallina"(3).
Tratándose de Clarice, el episodio no puede ser minimizado. Desde la madrugada del 14 de septiembre de 1966, cuando se quedó dormida con un cigarrillo encendido y estuvo a punto de morir quemada (tres días al borde de la muerte, dos meses hospitalizada, su mano derecha salvada por milagro de la amputación), pareciera que Clarice fue hundiéndose progresivamente en la imaginación del desastre, una de las formas de la imaginación que dominan el siglo XX –desde Kafka, con quien no ha cesado de relacionársela(4), hasta Carver– y de la cual se convirtió, por vocación y por fatalidad, en uno de sus portavoces más destacados. Y así, Clarice se convirtió en la bruja (o la samaritana, o la autista, o la hermética) de las letras brasileñas.
En una de sus crónicas, Clarice parece reforzar el mito hermético (la oscuridad, por todas partes, pero también la videncia): "Una de mis hermanas estaba visitándome. Jandira entró en la sala, la miró muy seria y de repente dijo: ‘El viaje que la señora desea hacer se cumplirá, y la señora está pasando por un período muy feliz en su vida’. Y se retiró. Mi hermana me miró, espantada. Un tanto intimidada, hice un gesto con las manos para significar que yo nada podía hacer, al mismo tiempo que le explicaba: ‘Es que ella es vidente’. Mi hermana me respondió tranquila: ‘Bueno. Cada uno tiene la empleada que se merece’"(5).
¿Pero y si no se hubiera entendido bien a una mujer que jamás dejó de escribir lo poco que la entendían, lo sola que se sentía, lo abrumada que estaba por la incapacidad de comunicación de la que se sentía presa ("Es inútil. La otra persona siempre es un enigma")? ¿No es, después de todo, un chiste familiar (el cotilleo de dos hermanas, la delicia del hogar, la impertinencia de los subalternos, etc.), lo que, en primer término, le interesaba rescatar a Clarice en aquella estampa? ¿Y podría, cualquiera de nosotros, rechazar una invitación a un "Congreso Mundial de Brujería" (no importa dónde)? ¿No se nos impondría la obligación de ir a ver un poco de qué se trata?
Tal vez convenga aprovechar la distancia y las torsiones de la imaginación milenarista de la que hoy participamos para sacarla de ese lugar incómodo sobre el que, todo el tiempo, los peores fantasmas de la trascendencia –"ese generoso, exquisito modo de la religiosidad en la escritura de Lispector"(6)– revolotean para hacer sus nidos.
Es cierto que a la obra de Clarice Lispector se le ha reprochado tanto su hermetismo –su reconcentrada dificultad, su carácter agónico y su incapacidad para escribir cualquier otra cosa que no fuera el si mismo: "Sé que algunas veces exijo mucha cooperación del lector, sé que soy hermética. No querría, pero no tengo otra manera"(7)– como poco se le ha agradecido su alegría y su delicadeza para tratar hasta el más inaccesible vericueto de la conciencia (naturalmente, la suya propia es la que tenía más a mano) como una cosa viva.
Si a Clarice le perdonamos todo (hasta los homenajes que ella, que en junio de 1968 había participado de la "Passeata dos 100 mil", la gran manifestación contra la dictadura militar brasileña, aceptó en 1976 durante la segunda edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires), es precisamente por esa obsesión y esa delicadeza sobre aquello que nos constituye (la conciencia, la imaginación) y esa curiosidad indestructible que siempre le indicó que fuera más allá (como Fitzgerald) para ir a ver un poco qué pasaba: hacia la crónica, hacia el relato infantil, hacia la novela de introspección, hacia la brujería, hacia los relatos que otros le contaban ("A veces me asquea la gente. Después pasa y de nuevo me siento curiosa y atenta"), hacia la locura y el silencio.
Toda la literatura de Clarice está puesta bajo el signo de una ruptura: el derrumbe de la imaginación humanista. Había nacido un 10 de diciembre de 1920, casualmente, en Ucrania, cuando su familia había emprendido ya la emigración a América, huyendo de los desastres de la guerra. Recién en 1922 los Lispector consiguieron embarcarse rumbo a Brasil, donde la hermana de la madre esperaba a la familia. La que se llamaba Haia de nacimiento pasó a llamarse Clarice.
Para Clarice, su lengua materna siempre fue el portugués y no se cansaba de explicar (tal vez fuera lo único que no la cansaba explicar) que su extraña pronunciación (parecida a la de Julio Cortázar, y por la misma causa) no se debía a ningún sustrato o acento sino sencillamente a que tenía frenillo y jamás quiso operarse.
En todo caso, Clarice responde bien a esa genealogía de escritores desclasificados (desnacionalizados, desclasados, huérfanos de cualquier otra patria que no sea la escritura) con los cuales se la relaciona insistentemente (Rimbaud, Kafka, Pavese). Y es, además, testigo del derrumbe de la imaginación humanista, cuyos últimos vestigios se quemaron en los hornos de Auschwitz, y una extranjera respecto de las líneas directrices del modernismo brasileño (inscripto, como toda vanguardia que se precie de tal, en la imaginación dialéctica) respecto del cual su obra supone un salto adelante, muy adelante, a un territorio donde la literatura ya no será nunca lo que era, hacia un tiempo en lo que lo único que importa es la performance de lo literario (lo que se llama pop): "Quiero reinventarme. Y para eso tengo que abdicar de toda mi obra y comenzar humildemente, sin endiosamientos. Un comienzo en el que no haya residuos de ningún hábito, tic o habilidad. Tengo que dejar de lado el know-how. Para eso, me expongo a un nuevo tipo de ficción, que todavía no sé cómo manejar", escribió en los papeles que Olga Borelli reunió después de su muerte con el título Un soplo de vida(8). Y en El via crucis del cuerpo: "Qué sé yo si este libro va a agregar algo a mi obra. Mi obra que se jorobe. No sé por qué las personas le dan tanta importancia a la literatura. ¿Y en cuanto a mi nombre? También que se embrome, tengo muchas más cosas que pensar".
En la explicación de El via crucis del cuerpo, Clarice escribe: "Yo tenía los hechos; me faltaba la imaginación". No hay que entender en esa frase terrible una apelación a las musas sino el deseo de inscribir sus textos, de algún modo, en relación con la desaforada imaginación pop de la que, por esos años, hacían gala sus colegas latinoamericanos (los narradores del boom). Pero desde su primer libro publicado a los 19 años (Perto do coraçao selvagem, 1944) quedaba claro que la escritura de Clarice Lispector iba en otra dirección y que lo suyo era el registro (la experiencia) de la crisis. Lejos de la imaginación humanista (por imposibilidad histórica), y de la imaginación dialéctica (por distancia crítica), Clarice sólo podía oscilar entre la imaginación del desastre (hacia la que su sensibilidad la arrastraba) y la imaginación pop (con la que tenía lazos históricos).
Si leemos los textos de Clarice sólo como función de la imaginación del desastre no podemos sino poner en primer plano a la bruja, la vidente o la huérfana, invocando a los pájaros de la trascendencia(9).
Afortunadamente, los textos de Clarice no hacen sino citar, a su manera despojada, los temas y mecanismos de la imaginación pop y ahí están los textos de El via crucis del cuerpo para demostrarlo. Fue precisamente una ética lo que hizo que el amor para Clarice fuera una ascesis y un ejercicio de lo cotidiano ("cualquier gato, cualquier perro vale más que la literatura") y no una palabra asociada a alguna conversión mística: escribir columnas destinadas a niñas infelices, ayudar a los soldados durante la guerra, cuidar a sus hijos(10), escribir contra la "vida puerca" ("el mundo perro"): "Uma pessoa leu meus contos e disse que aquilo não era literatura, era lixo. Concordo. Mas há hora para tudo. Há também a hora do lixo. Este livro é um pouco triste porque eu descobri, como criança boba, que este é um mundo cão"(11).
Se trata, como ya señalé, de un conjunto de textos escritos por encargo (como, por otro lado, sucede con gran parte de la obra de Lispector). Ninguna "inspiracion", pues, es lo que Clarice puede echar en falta, sino la forma de la imaginación. ¿Será la imaginación del desastre o la imaginación pop? ¿O una extraña mixtura entre ambas, algo que va a dar lo más característico de la producción cuentística de la autora? Bien mirados, los textos reunidos en El vía crucis oscilan entre la crónica y la ficción, entre la exposición testimonial del yo y la descripción del barrio (Leme, donde Clarice vivió desde 1964 hasta el final de sus días). En esos inextricables cruces entre formas de la imaginación, Clarice escribe estos "cuentos", en un rapto, durante un fin de semana de mayo (que coincide con el Día de la Madre y el Día de la Liberación de los Esclavos).
En el primero de ellos, "Miss Algrave", el demonio meridiano asalta a la protagonista bajo la forma de un fantasma nocturno que la obliga a desear los goces de la carne. Intrigada por la identidad de quien captura de ese modo su espíritu y su cuerpo, Miss Algrave le pregunta su nombre: "Llámame Ixtlán", le contesta el que ha venido de Saturno para amarla.
Entre otras cosas, Ixtlán es un nombre célebre porque aparece en el título de uno de los libros de Carlos Castaneda (Viaje a Ixtlán), uno de los éxitos instantáneos de la imaginación pop de 1974.
En "Viaje a Ixtlán" (fechado el 15 de abril de 1962), Don Juan enseña una poética que resuena en los textos de El via crucis del cuerpo:
Éste es tu mundo -dijo, señalando la calle tumultuosa detrás de la ventana-. Eres hombre de ese mundo. Y allá afuera, en ese mundo, está tu campo de caza. No hay manera de escapar al "hacer" de nuestro mundo; por eso, lo que hace un guerrero es convertir su mundo en su campo de caza. Como cazador, el guerrero sabe que el mundo está hecho para usarse. De modo que lo usa hasta lo último. Un guerrero es como un pirata que no tiene escrúpulos en tomar y usar cualquier cosa que desee, sólo que el guerrero no se aflige ni se ofende cuando lo usan y lo toman a él.(12)
Clarice reconoce a ese campo de caza que es el mundo como un "mundo perro", pero jamás le da la espalda. Antes bien, hunde su conciencia en el mundo para hacerlo decir lo que ella querría pero no puede porque las palabras le faltan. En El via crucis escribe que escuchó historias que no sabe a qué lógica responden (en todo caso, llamó "la hora de la basura" a su propia versión de la imaginación pop) ni qué significan ("¿Qué hacer con esta historia que pasó cuando el puente Río-Niterói no dejaba de ser un sueño? Tampoco lo sé. La regalo a quien la quiera, pues estoy demasiado asqueada de ella. Y eso es todo").
Ya sabemos qué pasaba cuando Clarice se asqueaba del mundo o su cansancio llevaba su equilibrio emocional a un punto crítico: tomaba la valija que tenía siempre armada al lado de la puerta y se internaba durante tres días en un hotel, hasta que pasara la crisis(13).
Sí, Clarice cita, convoca para que brinde testimonio y, al mismo tiempo, parodia la imaginación del desastre y la imaginación pop, de las que se coloca a idéntica distancia (ni la protesta por la cosificación del espíritu que caracteriza el mesianismo de Castaneda ni el nihilismo suicida de Celan). Ni el falso trascendentalismo de la imaginación dialéctica ni la maciza confianza de la imaginación humanista. Clarice se resiste a las trampas de todas las demandas y a los chantajes de todas las afiliaciones ("Sólo pido a Dios que nadie me pida nada más, porque por lo que parece obedezco en rebeldía, yo, la no liberada"), por la vía de un humor tan sutil que a veces no se nota (o no queremos notarlo). Es la sonrisa de quien, en definitiva, sabe que "Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con amor mi nombre".

NOTAS
(1) Muchas de esas crónicas permanecen inéditas. Algunas fueron recopiladas en libro: Clarice Lispector. Revelación de un mundo. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003. Tr. Amalia Sato. Florencia Abatte ha propuesto una lectura de esas crónicas insistiendo en el carácter completamente distorsionado (personal) del género ("Crónicas de la vidente", Radarlibros, suplemento literario de Página/12 (Buenos Aires: junio de 2004).
(2) A via crucis do corpo. Río de Janeiro, Rocco, 1998 (hay traducción al castellano, muy imperfecta, por Haydée Jofre Barroso)
(3) Incluido en Felicidad clandestina (1971).
(4) "Si Kafka fuese mujer. Si Rilke fuese una brasileña judía nacida en Ucrânia. Si Rimbaud hubiese sido madre, si hubiese llegado a los cincuenta años. Si Heidegger hubiese podido dejar de ser alemán y si hubiera escrito la Novela de la Tierra...", escribe Hélène Cixous en A Hora de Clarice Lispector. Río de Janeiro, Exodus, 1999 (edición bilingüe, traducción de Rachel Gutiérrez).
(5) Revelación de un mundo. Op. Cit.
(6) Abatte, Florencia. Op.cit.
(7) Entrevista de María Esther Gillio. "La mujer a la que no le gustaba hablar", Página/12 (Buenos Aires: 10 de diciembre de 2002)
(8) Madrid, Siruela, 1999. Tr. Mario Merlino
(9) Es cierto, como ha insinuado Beatriz Sarlo respecto de otros problemas, que convenga resistir a esa lógica, aún cuando la crisis de la imaginación humanista nos impida volver a aferrarnos a antiguas certezas: "Desde las formas degradadas de la trascendencia trucha hasta las formas intelectualmente más interesantes, asistimos a una vuelta de la trascendencia. Somos pocos los que conservamos una ética inmanente y humana". "La vanguardia o la pedagogía de masas" (entrevista a Beatriz Sarlo por Ivana Costa), revista Ñ (Buenos Aires: sábado 3 de septiembre de 2005). El texto completo puede leerse en http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2005/09/03/u-00997745.htm.
(10) "Nací para amar a los demás, nací para escribir y para criar a mis hijos. Amar a los demás es tan vasto que incluye incluso perdón para mí misma, con lo que sobra. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio". (citado por Borelli, O. "Liminar" en Lispector, Clarice. A Paixão segundo G.H. (edición crítica al cuidado de Benedito Nunes). Florianópolis, Archivos, Editora de UFSC, 1988, pág. XXIII.
(11) "La hora de la basura (lixo)" es el nombre que misma Clarice da a esta etapa de su obra, donde se privilegia un juego ambiguo de sublimación y desublimación. Tal como ha señalado Italo Moricone, "los textos producidos durante el período que llamamos La hora de la basura ponen en escena los límites y la extenuación de un proyecto de progresiva radicalización de la escritura autoreflexiva. Desde el punto de vista estético, plantean el más espectacular de los finales, que probablemente determina todos los demás: el fin del modernismo". Cfr. "La hora de la basura", Radarlibros, suplemento literario de Página/12 (Buenos Aires: 12 de marzo de 2000).
(12) México, FCE, 2000, pág. 290.
(13) Olga Borelli. Op. Cit.

miércoles, 30 de mayo de 2007

Literatura femenina: el lugar de la estrategia

No hablaremos de la literatura femenina con rótulos ni generalizaciones universalizantes. Con esto queremos decir que rechazamos lecturas tautológicas: se sabe que en la distribución histórica de afectos, funciones y facultades (transformada en mitología, fijada en la lengua) tocó a la mujer dolor y pasión contra razón, concreto contra abstracto, adentro contra mundo, reproducción contra producción; leer estos atributos en el lenguaje y la literatura de mujeres es meramente leer lo que primero fue y sigue siendo inscripto en un espacio social. Una posibilidad de romper el círculo que confirma la diferencia en lo socialmente diferenciado es postular una inversión: leer en el discurso femenino el pensamiento abstracto, la ciencia y la política, tal como se filtran en los resquicios de lo conocido.
Hablaremos de lugares. Por un lado, un lugar común de la crítica: la Respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz a Sor Filotea; por otro lado un lugar específico: el que ocupa una mujer en el campo del saber, en una situación histórica y discursiva precisa. Respecto de los lugares comunes (los textos clásicos, que parecen decir siempre lo que se quiere leer: textos dóciles a las mutaciones), interesan porque constituyen campos de lucha donde se debaten sistemas e interpretaciones enemigas; su revisión periódica es una de las maneras de medir la transformación histórica de los modos de lectura (objetivo fundamental de la teoría crítica). Respecto del lugar específico, se trata de otro tipo de discordancia: la relación entre este espacio que esta mujer se da y ocupa, frente al que le otorga la institución y la palabra del otro: nos movemos, también, en el campo de las relaciones sociales y la producción de ideas y textos. Leemos en esta carta ciertas tretas del débil en una posición de subordinación y marginalidad. Como se sabe, ésta es la respuesta a la carta que le envió el Obispo de Puebla (con la firma de Sor Filotea de la Cruz), quien había publicado por su cuenta un escrito polémico de Sor Juana (contra el sermón de Antonio de Vieyra sobre las finezas de Cristo, un escrito teológico y polémico) con el título de Carta Atenagórica. Juana responde y agradece esa publicación. Narra algunos episodios de su vida ligados con su pasión por el saber, y finalmente polemiza sobre la interpretación de una sentencia de San Pablo que dice: callen las mujeres en las iglesias, pues no les es permitido hablar. La escritura de Sor Juana es una vasta máquina transformadora que trabaja con pocos elementos; en esta carta la matriz tiene sólo tres, dos verbos y la negación: saber, decir, no. Modulando y cambiando de lugar cada uno de ellos en un arte de la variación permanente, conjugando los verbos y transfiriendo la negación, Juana escribe un texto que elabora las relaciones, postuladas como contradictorias, entre dos espacios (lugares) y acciones (prácticas): una de las dos debe estar afectada por la negación si se encuentra presente la otra. Saber y decir, demuestra Juana, constituyen campos enfrentados para una mujer; toda simultaneidad de esas dos acciones acarrea resistencia y castigo. Decir que no se sabe, no saber decir, no decir que se sabe, saber sobre el no decir: esta serie liga los sectores aparentemente diversos del texto (autobiografía, polémica, citas) y sirve de base a dos movimientos fundamentales que sostienen las tretas que examinaremos: en primer lugar, separación del campo del saber del campo del decir; en segundo lugar, reorganización del campo del saber en función del no decir (callar).
Primero: separación de saber y decir. Juana escribe al Obispo que lo que le demoró la respuesta era no saber responder “algo digno de vos” y “no saber agradeceros” la publicación de su propio texto. Juana dice de entrada que no sabe decir. El no saber conduce al silencio y se liga con él; pero aquí se trata de un no saber decir relativo y posicional: no se sabe decir frente al que está arriba, y ese no saber implica precisamente el reconocimiento de la superioridad del otro. La ignorancia es, pues, una relación social determinada transferida al discurso: Juana no sabe decir en posición de subalternidad. Las voces de las autoridades supremas lo confirman: Santo Tomás “callaba porque nada sabía decir digno de Alberto”; a la “madre de Bautista se le suspendió el discurso” cuando la visitó “la madre del Verbo”, y Juana añade: “Sólo responderé que no sé qué responder, sólo agradeceré diciendo que no soy capaz de agradeceros”. Este es también un lugar, un locus retórico denominado “modestia afectada”; no nos interesa como tal sino en la medida en que magnifica al otro y lo marca con un exceso que produce no saber decir.
La carta de Juana contiene, por lo menos, tres textos:
1) lo que escribe directamente al Obispo;
2) lo que se ha leído como su autobiografía intelectual; y
3) la polémica sobre la sentencia de Pablo: callen las mujeres en la iglesia. Tres zonas en constante relación de contradicción, tres registros significantes que transforman el registro de los enunciados. Todo lo dirigido al Obispo implica la aceptación plena del lugar subalterno asignado socialmente y el intento de callar, no decir, no saber (dice, por ejemplo, en la confesión que dirige al Obispo, que entró en religión para “sepultar con mi nombre mi entendimiento y sacrificárselo sólo a quien me lo dio”, pues había pedido a Dios que le quite la inteligencia, “dejando sólo lo que basta para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aún hay quien diga que daña”. Pero en el interior del texto autobiográfico afirma casi inmediatamente que entró en religión por la “total negación que tenía al matrimonio”). Aquí, en la biografía, escribe que calla, estudia y sabe. Nos interesa ésta en la medida en que dibuja otro espacio del texto, el propio, despojado de retórica, y donde escribe lo que no dice en las otras zonas. Su historia, que ella narra como historia de su pasión de conocimiento, aparece para nosotros como una típica autobiografía popular o de marginales: un relato de las prácticas de resistencia frente al poder. (Observemos, además: un género menor, la autobiografía, en el interior de otro, la carta.) Nos interesa la primera escena, que emerge como el punto de partida de su epistemofilia: cuenta que engañó a la maestra (“le dije que mi madre ordenaba me diese lección”) y que guardó silencio ante la madre: “y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre...” “y yo callé”. Su primer encuentro con lo escrito se condensa, en la biografía, en no decir que sabe.
La autoridad materna y el superior se ligan así estrechamente: en esos a quienes no se dice, al Obispo por no saber decir, y a la madre “y yo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden”. El silencio constituye su espacio de resistencia ante el poder de los otros. Lo mismo ocurre con las escrituras sagradas que Sor Filotea le aconseja estudiar: Juana reitera el no decir por no saber y ahora, otra vez, por miedo al castigo; hablar de asuntos sagrados se le hace imposible “por temor y reverencia”, por peligro de herejía: “Dejen eso para quien lo entienda, que yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante y tiemblo de decir alguna proposición malsonante o torcer la genuina inteligencia de algún lugar”. (Una digresión: aquí surge la relación de la Respuesta con el único texto que, según escribe Juana allí mismo, escribió por gusto: El Sueño o Primero Sueño. La Respuesta puede leerse en uno de sus cortes como un comentario al poema en la medida en que éste desarrolla una teoría del conocimiento y del impulso epistemológico, y a la vez postula la incapacidad de captar lo Absoluto. Tanto la Respuesta como el Primero Sueño se abren con el tema del mutismo y el silencio; en el poema el silencio se constituye, además, en punto final: en la cumbre del entendimiento, perplejo, calla.) Hay así tres instancias superiores: la madre, el Obispo y el Santo Oficio, que imponen temor y generan no decir: no decir que se sabe (la madre), decir que no se sabe decir (al Obispo), y no decir por no saber (el campo de la teología). En el primer caso ella estaba en proceso de saber, en el segundo escribe la Respuesta y exhibe en citas su saber, y en el tercero se mueve precisamente la Carta Atenagórica, a propósito de cuya publicación escribe ésta. El movimiento consiste en despojarse de la palabra pública: esa zona se funde con el aparato disciplinario, y su no decir surge como disfraz de una práctica que aparece como prohibida. Juana decide entonces que el publicar, punto más alto del decir, no le interesa. Lo que una cultura postula como su zona valorada y dominante, allí es donde Juana dice “no sé”, no digo, me abstengo, y marca otra vez que decir, escribir, publicar (que ahora constituye una serie) es una exigencia que proviene de los otros y se liga con la violencia: “Y, a la verdad, yo nunca he escrito, sino violentada y forzada y sólo por dar gusto a otros; no sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia”. El decir público está ocupado por la autoridad y la violencia: otro es el que da y quita la palabra. El Obispo publica (y ella a la vez que agradece protesta: no quiero publicar, me fuerzan); el Obispo escribe (y ella: no sé responderos); el Obispo ordena estudiar lo sagrado (y ella: no sé, tengo miedo). Juana, en tanto mujer, dice que es aquella en quien se otorga y se quita y se exige la palabra (pensemos en la confesión), no quien la toma como su dueña. Nos interesa especialmente el gesto del superior que consiste en dar la palabra al subalterno; hay en Latinoamérica una literatura propia, fundada en ese gesto. Desde la literatura gauchesca en adelante, pasando por el indigenismo y los diversos avatares del regionalismo, se trata del gesto ficticio de dar la palabra al definido por alguna carencia ( sin tierra, sin escritura), de sacar a luz su lenguaje particular. Ese gesto proviene de la cultura superior y está a cargo del letrado, que disfraza y muda su voz en la ficción de la transcripción, para proponer al débil y subalterno una alianza contra el enemigo común. Es muy posible que la publicación de la carta respondiera precisamente a la necesidad del Obispo de enfrentar a los otros. El gesto del Obispo, que se disfraza de Sor Filotea de la Cruz para escribir a Juana, es la transferencia a la carta del gesto de la publicación de la palabra del débil: él tapa su nombre-sexo para abrir la palabra de la mujer y publica, dándole nombre, el escrito de Juana (ella, a su vez, dio la palabra a los indios en sus poemas). Pero el dar la palabra y el identificarse con el otro para constituir una alianza implican una exigencia simultánea: el débil debe aceptar el proyecto del superior. El Obispo, que horizontaliza las relaciones con Juana al tomar nombre femenino, quiere recuperarla para el campo sagrado y que abandone lo que no cuadra a la religión. Si se llama Filotea (amante de Dios) es porque desde ese lugar es posible escribir a Sor Filosofía (amante del saber, autora de la carta digna del saber ateniense). El seudónimo del Obispo y la publicación del texto-polémica constituyen la definición misma del proyecto que tiene para Sor Juana. Y allí es donde ella erige su cadena de negaciones: no decir, decir que no sabe, no publicar, no dedicarse a lo sagrado. En este doble gesto se combinan la aceptación de su lugar subalterno (cerrar el pico las mujeres), y su treta: no decir pero saber, o decir que no sabe y saber, o decir lo contrario de lo que sabe. Esta treta del débil, que aquí separa el campo del decir (la ley del otro) del campo del saber (mi ley) combina, como todas las tácticas de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro, con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración. Juana hace entrar en contradicción saber y decir; ese es el punto de partida de la cadena de contradicciones que proliferan en el texto. Su lugar propio es el del decir y el saber; si escribir es “fuerza ajena”, “lo mío es la inclinación a las letras”; no estudio para decir, enseñar, escribir, sino “para ignorar menos”. Y cubre de silencio el espacio del saber: los libros son mudos (“sosegado silencio de mis libros”, “teniendo sólo para maestro un libro mudo” dice en tono de queja), la lectura se desarrolla desde San Ambrosio, maestro de San Agustín, sin habla. Desde esa otra red, donde se juega ya no su decir sino su verdadera práctica, Juana escribe sobre el silencio femenino. Segundo movimiento: saber sobre el no decir. Este movimiento implica una reorganización del campo del saber. Para discutir la sentencia de Pablo sobre el silencio de las mujeres en la iglesia, erige una doctrina de la lectura (no propia, no revulsiva sino estrictamente escolástica) que niega la división entre saber profano y saber sobre el más allá, en un árbol de las ciencias (a la manera de Raimundo Lulio) en cuya cúspide se encuentran los textos sagrados. Para llegar a ellos y a la teología, como le aconseja el Obispo, dice que “hay que subir por los escalones de las ciencias y las artes humanas; porque ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien aún no sabe el de las ancillas?”. Y enumera: lógica, retórica, física, aritmética, geometría, arquitectura, historia, derecho, música, astrología. Estas ciencias están encadenadas unas con otras. En el registro de su biografía cuenta las dificultades que tuvo para estudiar estas ciencias (esclavas, puesto que sin ellas no hay altura); le prohibieron durante tres meses el estudio, pero (el gesto de la resistencia) “aunque no estudiaba en libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal”. Siempre es posible, entonces, anexar otro espacio para el saber. No sólo no hay división entre saber sagrado y profano, sino que no hay división entre estudiar en libros y en la realidad. Ha descubierto “secretos naturales” mientras guisaba: “Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por el contrario, se despedaza en almíbar”. Y finalmente, en la medida en que no hay división en su campo, no es posible escindir mujeres y hombres para el saber, que sólo admite la diferencia entre necios, ignorantes, soberbios por un lado, y sabios y doctos por el otro. Juana encontró un espacio pues situado más allá de la diferencia de los sexos. Y el conocimiento, adquirido en silencio, le permite leer de otro modo la sentencia de Pablo sobre el silencio que deben guardar las mujeres: en la iglesia primitiva, dice, ellas se enseñaban doctrina unas a las otras en los templos, y el rumor de conocimiento confundía a los apóstoles cuando predicaban. Por eso Pablo les llamó callar. “No hay duda que para la inteligencia de muchos lugares es menester mucha historia, costumbres, ceremonias, proverbios y aún maneras de hablar de aquellos tiempos en que se escribieron, para saber sobre qué caen y a qué aluden algunas locuciones de las divinas letras”. Juana nos da aquí una lección de crítica literaria e ideológica; la verdad dogmática y el régimen jerárquico, nos dice, borran de lo escrito la huella de la historia: a partir de una circunstancia concreta y dada, se erigió un dogma autoritario y eterno, una ley trascendente sobre la diferencia de los sexos. Este es su saber y decir sobre el silencio femenino. Finalmente, acepta que las mujeres no hablen en los púlpitos y en las lecturas públicas, pero defiende la enseñanza y el estudio privado (defiende su escritura en verso y la polémica con Vieyra). Aceptar, pues, la esfera privada como campo “propio” de la palabra de la mujer, acatar la división dominante pero a la vez, al constituir esa esfera en zona de la ciencia y la literatura, negar desde allí la división sexual. La treta (otra típica táctica del débil) consiste en que, desde el lugar asignado y aceptado, se cambia no sólo el sentido de ese lugar sino el sentido mismo de lo que se instaura en él. Como si una madre o ama de casa dijera: acepto mi lugar pero hago política o ciencia en tanto madre o ama de casa. Siempre es posible tomar un espacio desde donde se puede practicar lo vedado en otros; siempre es posible anexar otros campos e instaurar otras territorialidades. Y esa práctica de traslado y transformación reorganiza la estructura dada, social y cultural: la combinación de acatamiento y enfrentamiento podían establecer otra razón, otra cientificidad y otro sujeto del saber. Ante la pregunta de por qué no ha habido mujeres filósofas puede responderse entonces que no han hecho filosofía desde el espacio delimitado por la filosofía clásica sino desde otras zonas, y si se lee o se escucha su discurso como discurso filosófico, puede operarse una transformación de la reflexión. Lo mismo ocurre con la práctica científica y política.
Desde la carta y la autobiografía, Juana erige una polémica erudita. Ahora se entiende que estos géneros menores (cartas, autobiografías, diarios), escrituras límite entre lo literario y lo no literario, llamados también géneros de la realidad, sean un campo preferido de la literatura femenina. Allí se exhibe un dato fundamental: que los espacios regionales que la cultura dominante ha extraído de lo cotidiano y personal y ha constituido como reinos separados (política, ciencia, filosofía) se constituyen en la mujer a partir precisamente de lo considerado personal y son indisociables de él. Y si lo personal, privado y cotidiano se incluyen como punto de partida y perspectiva de los otros discursos y prácticas, desaparecen como personal, privado y cotidiano: ése es uno de los resultados posibles de las tretas del débil.

sábado, 10 de marzo de 2007

Sergio Di Nucci, autor de Nada

La obra visible que ha dejado este periodista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia conservadora no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son pocos y neoliberales, cuando no fascistas y populistas. Los amigos auténticos de Di Nucci han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bendahan (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado periodista) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Parodi, uno de los espíritus más finos de la Academia, ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Radar me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Di Nucci es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (números de marzo y octubre de 1999).
b) “El vestido roto”, una reseña sobre el libro Entre Franco y Perón: Memoria e identidad del exilio republicano español en Argentina, de Dora Schwarzstein (Radar Libros, 2001).
c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 2001).
d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes, diciembre de 2001).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Di Nucci propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
f) Una vindicación de la obra de Slavoj Žižek.
g) Una traducción (del francés) de Made in USA de Guy Sorman.
h) Un panegírico de Jorge Edwards, en Página/12.
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint­ Simon (La Hoja del Rojas, Montpellier, octubre de 2002).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (El Cronista Comercial, diciembre de 2002)
k) Una traducción (del inglés) de Retrato de un Londinense de Virginia Wolf (Radar Libros, 2004).
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos epigramas circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier)) la obra visible de Di Nucci, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de la tercera parte de Nada. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —­el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden­— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Di Nucci abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos ­decía­ para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas.
Quienes han insinuado que Di Nucci dedicó su vida a escribir una Nada contemporánea, calumnian su clara memoria.
No quería componer otra Nada —lo cual es fácil— sino la Nada. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarla. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ­palabra por palabra y línea por línea­ con las de Carmen Laforet.“Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 2004 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, enfadarse contra el franquismo, olvidar la historia de Europa entre los años de 1945 y 2007, ser Carmen Laforet. Sergio Di Nucci estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español de mediados siglo veinte) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo veintiuno un novelista popular del siglo anterior le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Laforet y llegar a Nada le pareció menos arduo ­por —consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Sergio Di Nucci y llegar a Nada, a través de las experiencias de Sergio Di Nucci. “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.”¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo Nada —toda la novela Nada— como si lo hubiera pensado Di Nucci? Noches pasadas, al hojear el capítulo I —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente Nada? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un periodista de Puan, devoto esencialmente de Benjamin, que engendró a Adorno, que engendró a Barthes, que engendró a Derrida, que engendró a Deleuze. La carta precitada ilumina el punto. “Nada”, aclara Di Nucci, “me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin Nada. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) Nada es un libro contingente, innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirla, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años la leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo La isla y los demonios, La insolación, la trilogía Tres pasos fuera del tiempo, La llamada... Mi recuerdo general de Nada, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito.
Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Laforet. Mi complaciente precursora no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación...
A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer Nada a mediados del siglo veinte era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veintiuno, es casi imposible. No en vano han transcurrido sesenta años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el misma Nada.A pesar de esos tres obstáculos, la fragmentaria Nada de Di Nucci es más sutil que la de Laforet. Ésta, de un modo burdo, opone a las ficciones pintorescas la pobre realidad provinciana de su país; Di Nucci elige como “realidad” la Buenos Aires de Menem y De la Rúa. ¡Qué gallegadas no habría aconsejado esa elección a Sergio Bizzio o al doctor César Aira! Di Nucci, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni guardias civiles, ni místicos, ni Juan Carlos I ni autos de fe. Atiende y vindica el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica.
El texto de Laforet y el de Di Nucci son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.) Es una revelación cotejar la Nada de Di Nucci con la de Laforet. Ésta, por ejemplo, escribió:
De pronto se abrió la puerta de una patada de Juan, y Gloria salió despedida, medio desnuda y chillando. Juan la alcanzó y aunque ella trataba de arañarle y morderle, la cogió debajo del brazo y la arrastró hacia el cuarto de baño.
Redactada en la España de los años 40, redactada por la ingeniosa estudiante Laforet, esa narración es una mera pintura. Di Nucci, en cambio, escribe:
De pronto se abrió la puerta de una patada de Mariano, y Silvya salió despedida, medio desnuda y chillando. Mariano la alcanzó, y aunque ella trataba de arañarle y morderlo, la agarró debajo del brazo, la llevó al pasillo, y de ahí a ese baño que estaba separado.
Redactada en la Argentina del siglo XXI, la narración es una clara muestra de lo que yo he bautizado como literatura postautónoma.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Di Nucci —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el de la precursora, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía.
En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. Nada —me dijo Di Nucci— fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Di Nucci. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas. No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en la Nada “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Di Nucci, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”
Di Nucci (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?